Las Mil y Una Noches (Anónimo) - pág.262
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El segundo día fue al zoco de los mercaderes, y recorrió las tiendas, y fue a ver al jeique, a quien entrego una gran cantidad de dinares para que los repartiese entre los forasteros pobres.
El tercer día se proveyó de otros mil dinares, y visitó el zoco de los orífices y de los joyeros. Y se encontró con el jeique entre los principales jeiques, a quien entregó otra cantidad de oro para que lo repartiese entre los forasteros pobres. Y el jeique le dijo: «¡Oh mi señora! Precisamente tengo recogido en mi casa a un joven forastero y enfermo, cuyo nombre ignoro, pero debe ser hijo de algún mercader muy rico y de noble prosapia. Porque aunque está como una sombra, es un joven de hermoso rostro, dotado de todas las cualidades y de todas las perfecciones. Indudablemente debe estar en tal situación por grandes deudas o por algún amor desgraciado.» Al oírlo Kuat Al-Kuíub, sintió que el corazón le palpitaba violentamente y que las entrañas se le estremecían. Y dijo al jeique: «¡Oh jeique! Ya que no puedes abandonar el zoco, haz que alguien me acompañe a tu casa..» Y el jeique dijo: «Sobre mi cabeza y sobre mis ojos.» Y llamó a un niño, y le dijo: ¡Oh Felfel! lleva a esta señora a casa.» Y Felfel echó a andar delante de Kuat Al-Kulub, y la llevó a casa del jeique, donde estaba el forastero enfermo.
Cuanto Kuat Al-Kulub entró en la casa, saludó a la esposa del jeique. Y la esposa del jeique la conoció, pues conocía a todas las damas nobles de Bagdad, a quienes solía visitar. Y se levantó y besó la tierra entre sus manos. Entonces Kuat Al-Kulub, después de los saludos, le dijo: «Buena madre, ¿puedes decirme dónde se encuentra el joven forastero que habéis recogido en vuestra casa?» Y la esposa del jeique se echó a llorar y señaló una cama que allí había. Y dijo: «Ahí le tienes. Debe ser un hombre de noble estirpe, según indica su aspecto.» Pero Kuat Al-Kulub ya estaba junto al forastero, y le miró con atención. Y vio un mancebo débil y enflaquecido semejante a una sombra, y no se le figuró ni por un instante que fuese Ghanem, pero de todos modos le inspiró una gran compasión. Y se echó a llorar, y dijo: «¡Oh! ¡Qué desgraciados son los forasteros, aunque sean emires en su tierra!» Y entregó mil dinares de oro a la mujer del jeique, encargándole que no escatimase nada para cuidar al enfermo. En seguida, con sus propias manos, le dio los medicamentos, y cuando hubo pasado más de una hora a su cabecera, deseó la paz a la esposa del jeique, montó de nuevo en su mula y regresó a palacio.
Y todos los días iba a distintos zocos, en continuas investigaciones, hasta que un día la fue a busca el jeique, y le dijo: «¡Oh mi señora! como me has encargado que te presente todos los extranjeros de paso por Bagdad, vengo a poner en tus manos generosas a dos mujeres, casada la una y soltera la otra.
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