Las manzanas (Agatha Christie) - pág.2
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La señora Oliver, apartándose del grupo de personas más nutrido, apoyóse en una de las paredes de la estancia en que se encontraba. Tenía en las manos una gran calabaza amarilla, que examinaba con ojo crítico.
Hizo un movimiento de cabeza para apartar de su frente, muy prominente, un mechón de grisáceos cabellos.
-La última vez que tuve ocasión de contemplar algo igual estaba en América. Fue el año pasado. A centenares. Por toda la casa. Nunca había visto tantas calabazas juntas. La verdad es que nunca supe la diferencia que existía entre una especie de calabaza y otra. A ver... ¿Cómo se llama ésta?
-Lo siento, querida -dijo la señora Butler, un segundo después de haberle pisado a su amiga un pie. La señora Oliver se apretó más contra la pared.
-La culpa ha sido mía -declaró-. Ando siempre por en medio. Me he quedado encantada al ver tantas calabazas, de la especie que sean. He pensado en las que estuve contemplando en las tiendas, en las casas particulares, con velas o pequeñas lamparitas en su interior, o ensartadas con un hilo. Muy interesante todo, en realidad. No se trataba entonces de la tradicional reunión de la víspera de Todos los Santos. Lo otro fue el Día de Acción de Gracias. Ahora asocié esas calabazas con dicha víspera, que tiene lugar a fines de octubre. El día de Acción de Gracias viene mucho después, ¿no? ¿No es por noviembre, hacia el día tres? Concretemos... El día treinta y uno de octubre es la víspera de Todos los Santos, ya señalada. Al día siguiente, en París, la gente acostumbra visitar los cementerios para depositar flores en las tumbas de sus familiares y amigos. No es una fiesta triste. Todos los niños visitan esos lugares y disfrutan lo suyo. Se va a los mercados primero, para adquirir ramos y más ramos de flores deliciosas. Nunca éstas, en París, resultan más bellas que en esa clásica jornada.
Un puñado de afanosas mujeres tropezaban de cuando en cuando con la señora Oliver. Ninguna prestaba atención a sus palabras. Andaban demasiado ocupadas con lo que llevaban entre manos.
La mayor parte de ellas eran madres de familia, hallándose auxiliadas por una o dos competentes solteronas. Veíanse chicos y chicas de dieciséis o diecisiete años, encaramados a lo alto de unas escaleras, o encima de unas sillas, colocando objetos de adorno, calabazas y polícromas bolas a una distancia conveniente del suelo.
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