La Máquina del tiempo (Herbert George Wells) - pág.19
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luego cierto temor-, hasta que por último se apoderaron de mi por completo. ¡Qué
extraños desenvolvimientos de la Humanidad, qué maravillosos avances sobre
nuestra rudimentaria civilización, *Pensé, iban a aparecérseme cuando llegase a
contemplar de cerca el vago y fugaz mundo que desfilaba rápido y que fluctuaba
ante mis ojos! Vi una grande y espléndida arquitectura elevarse a mi alrededor,
más sólida que cualquiera de los edificios de nuestro tiempo; y, sin embargo,
parecía construida de trémula luz y de niebla. Vi un verdor más rico extenderse
sobre la colina, y permanecer allí sin interrupción invernal. Aun a través del
velo de mi confusión la tierra parecía muy bella. Y así vino a mi mente la
cuestión de detener la máquina.
El riesgo especial estaba en la posibilidad de encontrarme alguna sustancia en
el espacio que yo o la máquina ocupábamos. Mientras viajaba a una gran velocidad
a través del tiempo, esto importaba poco: el peligro estaba, por decirlo así,
atenuado, ¡deslizándome como un vapor a través de los intersticios de las
sustancias intermedias! Pero llegar a detenerme entrañaba el aplastamiento de mí
mismo, molécula por molécula, contra lo que se hallase en mi ruta; significaba
poner a mis átomos en tan íntimo contacto con los del obstáculo, que una
profunda reacción química -tal vez una explosión de gran alcance- se produciría,
lanzándonos a mí y a mi aparato fuera de todas las dimensiones posibles... en lo
Desconocido. Esta posibilidad se me había ocurrido muchas veces mientras estaba
construyendo la máquina; pero entonces la había yo aceptado alegremente, como un
riesgo inevitable, ¡uno de esos riesgos que un hombre tiene que admitir! Ahora
que el riesgo era inevitable, ya no lo consideraba bajo la misma alegre luz. El
hecho es que, insensiblemente, la absoluta rareza de todo aquello, la débil
sacudida y el bamboleo de la máquina, y sobre todo la sensación de caída
prolongada, habían alterado por completo mis nervios. Me dije a mí mismo que no
podría detenerme nunca, y en un acceso de enojo decidí pararme inmediatamente.
Como un loco impaciente, tiré de la palanca y acto seguido el aparato se
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