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Huye su contacto y condénalos con los dictados de Edipo o Telegón. Te aconsejo que, por respeto a tu padre, no ames a ninguno de estos tres libros, despreciando sus lecciones. Hallarás también quince volúmenes de Metamorfosis, poesías que escaparon a mis funerales; diles que el semblante de mi varia fortuna podría añadir una nueva transformación a las ya celebradas; pues de súbito tomó aspecto tan diferente del anterior, que hoy arranca lágrimas el que ayer rebosaba de alborozo. Tenía, si quieres saberlo, otras muchas cosas que encomendarte; pero temo haber dado motivo al retraso de tu viaje, y si hubieses de llevar contigo, libro mío, cuanto se me ocurre, llegarías a convertirte en un fardo de difícil transporte. Apresura los pasos, el camino es largo; yo habitaré el último confín del orbe, tierra bien apartada de aquella en que nací.
II
Dioses de mar y cielo, ¿qué me resta sino acudir a los votos? No acabéis de destrozar mi nave quebrantada, ni confirméis, os lo suplico, la cólera del gran César. Contra la persecución de un Dios, otro nos presta muchas veces auxilio. Vulcano se declaró contra Troya, y Apolo la defendía. Venus era favorable a los Teucros, y Minerva su enemiga. La hija de Saturno aborrecía a Encas y fue la defensora de Turno; pero aquél vivía incólume gracias a la protección de Venus. Neptuno, furibundo, acometió cien veces al cauto Ulises, y otras tantas Minerva salvó al hermano de su padre. Aunque a larga distancia de la grandeza de estos héroes, ¿quién impedirá que una divinidad nos defienda de las iras de otra? ¡Ay mísero!, piérdense en el vacío mis inútiles plegarias, y olas imponentes cierran la boca del que las profiere. El airado Noto dispersa las palabras y no permite que mis preces lleguen a los dioses a quienes van dirigidas; así los mismos vientos, como si un suplicio no bastase a destruirme, se llevan, yo no sé adónde, mis velas y mis votos.
¡Oh trance fatal, cuántos montes de agua se levantan contra mí! Diríase que amenazan a los astros del cielo.