Reyertas en los Casinos

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-Se equivoca Ud., M'sieu -balbuceó el pillastre-. Yo no he tocado a esta señora.
-¡Mientes, perro! -respondió el sajón, y soltándolo, tomó distancia para aplicarle un puñetazo tan violento en la mandíbula que lo hizo rodar por el suelo-. Gateando, intentó el hombrecillo ganar una salita, pero el otro, más rápido, volvió a cogerlo con una mano del cuello y con la otra de los fundillos, y balanceándolo unos instantes lo lanzó por el aire... Quizá calculó mal, pues el hecho fue que el sujeto dió contra uno de los ventanales que daban á la terraza, el que al quebrarse depositó al maltrecho sobre el áspero pedregullo de la avenida, en medio de un ruidoso concierto de cristales fragmentados... Dos gendarmes detuvieron al inglés y le condujeron al "Bureau de Police". Allí el comisario dió al preso una acogida más cordial de lo que podía suponerse.

-Permítame, señor, estrecharle la mano -dijo- Ud. tiene pena por su acción, pero igualmente merece mi agradecimiento, pues ha hecho lo que siempre quise hacer, pero que mi posición oficial impedía.

En cuanto al granuja no apareció en el Casino durante algunos días, y cuando volvió a vérsele, muchos vendajes le tapaban el rostro, aunque no las miradas, plenas de sentimiento... por sí mismo.

No sé qué retribución dió a la chica en privado, pues ella no volvió a aparecer en los salones.

Hice algunas averiguaciones, y así me enteré de que había abandonado a la "banda", y que el mismo inglés que la defendiera había costeado todos sus gastos...

Me temo que yo mismo fui una vez víctima de las agresiones y ataques de quienes porque pierden a la ruleta suponen que el "croupier" es el culpable de todo. Cierta noche al regresar yo a mi casa, en Mónaco, hallé sentado en mi sofá a un hombre con traje de calle.

-¡Ah!, M. Ketchiva -dijo al verme entrar-.¡ Al fin lo encuentro!
-¿Qué quiere Ud.? -exclamé con fastidio, pues me irritaba la intrusión del hombre en mi cuarto.
-Quiero matarlo -respondió-. Sentí que el temor me dominaba, pero comprendí también que sólo la serenidad podía salvarme.
-Supongo que no pretenderá Ud. hacer algo tan tonto -musité, mientras me sacaba calmosamente loe guantes.
-Soy un hombre arruinado -replicó el intruso- . pero esta noche voy a reivindicarme de toda mi miseria, y antes ajustaré cuentas con quien me ha traído a esa situación.
-Dígame quién es él, se lo ruego -dije, y encendí un cigarrillo.
-¿Quién?... Pues, Ud. mismo... ¡canalla!
-Me parece, M'sieu, que Ud. sufre alguna confusión. Jamás he intentado arruinarle, y si ha perdido Ud. en el tapete, puedo asegurarle que no es mi culpa.
-¡Miente de nuevo! -me respondió- ¡Ud. lanzaba la bola con el expreso propósito de arruinarme, pero ahora eso le costará la vida!
El hombre sacó un revólver y me apuntó a la cabeza. La situación era en verdad crítica. Mi cerebro se movía vertiginosamente, pero ¿qué podía hacer? Había que intentar algo que calmara al hombre.
-Bien, señor -dije- si es que vamos a morir los dos, brindemos cuando menos, con una copa en la mano.

El hombre dudó unos segundos, pero luego una extraña sonrisa plegó sus labios; bajó el arma y se volvió a sentar en el sillón, mientras yo tomaba del armario una botella de champaña.

-Una bebida adecuada para el último brindis -murmuró.
-Tiene Ud. ciertamente buenos nervios.
-Soy fatalista -respondí- si mi hora ha llegado, y es Ud. a quien el Destino ha designado para que se cumpla, pues... ya conocerá la creencia de los mahometanos...

Durante un cuarto de hora bebimos en silencio, éntregado cada uno a sus propios pensamientos. ¿Tiraría el hombre sobre mí? Decidí intentar la persuasión.

-¿Dice Ud. que se arruinó anoche en el paño?
-Hasta el último centavo... y eso que era un potentado.
-Pero el dinero no es lo esencial en la vida; puede reunir otra fortuna. Venga, le mostraré cómo debe proceder...
-¿Qué quiere decir?
-Termine su copa y se lo enseñaré -y apartando la mía, saqué un paquete de cartas.
-Voy a enseñarle un pequeño juego -dije- a un solo golpe. Si yo pierdo Ud. puede matarme, y ganar 10.000 francos; si gano... entonces deberá concederme la vida...

La indecisión de mi interlocutor apenas duró segundos, pues después de sorber su champagna tomó del mazo lentamente una carta.

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