Monte Carlo, las Gangas Subterráneas

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Durante muchos años la policía de Mónaco y Niza trató de "limpiar" los últimos trenes que, llenos de fulleros, truhanes y cortesanas solían dirigirse a los centros de juego, para realizar sus ganancias.

Los elementos del bajo fondo marcan de inmediato a cualquier hombre o mujer que ha logrado beneficios en el juego, e intentan de inmediato sustraerle el producto, ya a través de una vampiresa, o por el robo directo, aprovechando las enervantes sugestiones de un "apartament" íntimo, o las contingencias del viaje.

Tales intentos suceden a diario. La abundancia de estos incidentes hizo pensar a algunos que la administración de los casinos no era ajena a los mismos, pero yo debo declarar aquí, rotunda y terminantemente de que eso es falso, y que los Casinos serían los más deseosos de atrapar sus autores, siquiera porque el que logra una ganancia sobre el tapete, volverá al día siguiente para duplicarla.

Pero, para volver al tema de los malhechores que realizan su trabajo viajando en los trenes, que comunican a las ciudades con los Casinos, revelaré, ya que es tópico interesante, que los mismos abundan en las distintas líneas, tratando de obtener un beneficio de la ingenuidad y la despreocupación de los afortunados.

En ocasiones, cada gavilla explota celosamente su propia línea, la que defienden contra todo evento. La integra ordinariamente de media a una docena de personas, y casi siempre buena parte de ellas, son mujeres listas e inescrupulosas, tanto como jóvenes y atractivas.

Yo mismo fuí víctima de una de estas pandillas. Tenía una hermana en Niza, y era mi costumbre ir allí, todas las noches, después de terminar mi trabajo en Monte Carlo.

Conociendo mi identidad, la banda que en él operaba jamás se metía conmigo, pero una madrugada perdí mi tren habitual, y al subir al otro reparé en que era objeto de la atención de otra banda, bajo las órdenes del griego de que les hablé anteriormente.

Al poco rato de haberme instalado en un coche de primera clase, se me acercó una mujer de aspecto sumamente fino, cubierta con una capa de pieles de gran valor, quien me habló así:
-Pardon, m'sieu, pero he ganado esta noche casi una fortuna en el Casino, y hay tantos hombres atrevidos en el tren... -Interrumpió la frase para exhibirme un abultado rollo de billetes de banco.
-Me sentiré honrado de brindarle protección -respondí con una reverencia, mientras la dama se ubicaba en el asiento frente a mí. Durante todo el viaje, prosiguió ella su conversación en el más culto de los estilos, refiriéndome que tenía a su familia en Niza, y otros detalles acerca de su suerte en la ruleta.

No pude, en consecuencia, resistir a los ruegos de que la escoltara a su casa, y así, cuando iba a despedirme, tuve que ceder nuevamente a su gentileza de beber un "cocktail? adentro. Me introdujo a un "living" de exquisito gusto, y preparó en mi honor, mientras dormía la famiila, un copetín incitante.

Omitiré detalles. Cuando volví en mí, diez minutos más tarde, percibí desde el suelo, atontado y casi inconsciente, una voz que murmuraba encolerizada:
-¡Vaya una estupidez! Eres una necia, Mimí. Ese hombre es Ketchiva, uno de los "croupiers" del Casino, ¡y que no tiene un cobre! ¿Qué haremos ahora?
-Algún provecho saldrá de esto -respondió otrá voz-. Vamos allá.

Sentado sobre el "parquet", observaba yo en mi derredor. La muchacha fumaba un cigarrillo, mientras sorbía su copa de champaña. Frente a mí estaba el desvergonzado griego, rodeado de su banda de mujeres, como de un cinturón de castidad.
-Me parece que hemos cometido un error -murmuró plácidamente-. No era a Ud. a quien queríamos traer.
-¿De veras? -dije con acritud.
-Mira, hombre -su voz era jovial- tú eres "croupier" en Monte Carló; voy a brindarte la oportunidad de que éste sea el día de tu fortuna...
-¡Ah, ah! -dije banalmente, pues sabía ya lo que se venía-. Iba a escuchar la tan repetida propuesta de traicionar al Casino, y llevar la ruleta en su favor.
-Un tercio para ti, y el resto para nosotros.
-¿Y una condena en la Guinea Francesa? -agregué. ??¡Nom de Chien! -dijo-. Todo será instantáneo.
-Perdona, chico. Pero creo que tu oferta no llega a tentarme.
El griego comenzó a amenazarme, antes de intentar persuadirme... Para omitir de nuevo detalles, dirás que a lá postre, me vendaron los ojos, y conduciéndome por tortuosas calles, me depositaron en las proximidades de la "Promenade des Anglais".

Y ese fue el corolario de mi aventura. Pero creo que esa noche puede definirse como la de las "gangas subterráneas" de Monte Carlo, pues allí puede verse todo el vicio, y la infamia del dorado lugar de veraneo del Mediterráneo, sin que Ud., lector, deba pagar tarifa.

Volvamos ahora a Niza, a la que considero como una edición popular de las plagas de Monte Carlo, aunque no en la acepción que la gente suele dar a lo barato.

Fue en Niza donde yo me topé con el más extraño y quizá con el más abyecto de los clubs del mundo entero. Muy poca gente conocía su existencia, y formaban su lista de socios la más conspicua de Europa; la policía no ignoraba su existencia, aunque nunca se atrevió a allanarlo.

Cada noche, multitud de autos de alto precio se estacionaban a su puerta, autos cuyas chapas eran cuidadosamente anotadas por los agentes secretos, la mitad de los cuales pertenecían a miembros del Congreso, del gabinete, del cuerpo diplomático, y a veces, a personajes de sangre real. ¡Jamás pudo la policía hacer otra cosa que cerrar sus libretas con gesto excéptico, encogiéndose de hombros a la usanza francesa, y dedicarse á otro asunto más viable!

En este "cercle" clandestino se realizaban unas orgías y "espectacles" tan curiosos y refinados, que si yo intentara describirlos aquí, se me consideraría como totalmente fuera de mis cabales. Sólo les diré que en su interior los sátiros más ricos y podtrosos de la tierra hallaban satisfacción a sus peores pasiones, y a sus instintos y excesos más bestiales; allí las adolescentes eran sacrificadas en los altares del vicio, y almas puras e inexpertas vendíanse oro a los más extravagantes caprichos de seres que eran tenidos en el mundo como acrisolados ejemplos de todas las perversidades. Era ese uno de los mayores mercados de blancas de los cinco continentes, y allí llegaban, por tren, carretera, o yates, esa casta de viciosos opulentos a adquirir una cantidad de víctimas como no hallarían igual en sitio alguno.

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