Secretos de Monte Carlo (1)

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Me agrada recordar aquellos días. Sí, era para mí un placer entonces extender hacia jugadores tan "bonvivant" como la Emperatriz Eugenia, el Conde Von Blitzer, Eleanore Duse, y el rubicundo Gran Duque Nicolás de Rusia, fichas marfileñas que totalizaban a menudo medio millón de francos. Y hablando de la vieja Emperatriz Eugenia, quien siempre visitaba Monte Carlo durante la "season", recuerdo una disputa que sostuviera con Lady Blanche Hozier, la madre política de Winston Churchill. A ambas apasionaba la ruleta, y ambas apasionaban la ruleta, y ambas eran despreocupadas ganadoras y perdedoras elegantes. En esa ocasión las dos colocaron cinco luises en pleno. Yo tiré la bolilla y un "cheval" apareció, esto es 8. Y entonces, por el azar de las cosas, la apuesta de la Emperatriz Eugenia ¿o la de Lady Blanche?, se deslizó de su posición en el "pleno" hasta la casilla con el número 8, lo que significa una ganancia de diecisiete veces la puesta. Extendí hacia ellas sus ganancias, y ambas al unísono comenzaron a argüir cuál de las dos puestas era la que, accidentalmente, cayera sobre el número premiado.

-No, "ma chérie" -decía la Emperatriz- fueron sus cinco luises.
-Absolutamente -replicaba la suegra del entonces Canciller del Tesoro-. Fueron los suyos.
Y así prosiguió aquella fraternal disputa, a tiempo que yo vigilaba las nuevas posturas.
Un hombre de poca estatura y de aspecto típico de la región, que estaba cerca del grupo, se acercó entonces, inclinándose frente a la Emperatriz; era el Príncipe de Mónaco, un íntimo amigo de aquélla.
-¡Oh! ¡La, la! Señor Príncipe -exclamó la Emperatriz-. Usted decidirá. Lady Blanche aquí se niega a aceptar noventa luises del Casino... ¿no es eso generoso?
La dama inglesa explicó su posición e insistió también en que el Príncipe decidiera. Concorde éste en resolver la cuestión, exclamó:
-Colocaré cinco luises en la próxima tirada. Y Uds., las dos, me dirán un número... el más cercano al que salga retirará la apuesta.

La Emperatriz sugirió "pleno, rojo y tres", y Lady Blanche eligió "cheval", 8 y 9, como antes. Lancé la bolilla... y salió pleno, y sin ninguna discusión la Emperatriz tomó las ganancias tan disputadas.

No creo necesario decir que un nuevo croupier en Monte Carlo debe ser la imagen de todas las virtudes, y sobre todo estar por encima de cualquier tentación de lucro. A las veinticuatro horas de haberme hecho cargo de mi puesto de croupier, alguien llamó a la puerta de mi modesto departamento en Mónaco.

Era una mujer cubierta por un velo. Estaba yo tomando mi frugal cena, envuelto en mi bata de casa, cuando aquella mujer entró precedida por el portero. Levantándome con presteza saludé a la visitante. Aquélla se sentó, mientras el sirviente salía, y a pesar de su tupido velo, pude observar que era joven, y hermosa. Durante unos instantes divagó acerca del principal motivo de su visita, hasta que repentinamente exclamó, con una voz velada y conspiratoria:
-Monsieur, ¿le agradaría ganar cincuenta mil luises?
-¡Cincuenta mil luises! ¡Una fortuna! -Me puse de pie, observando fijamente a mi interlocutora. Deseando que prosiguiera, asentí con la cabeza.
Entonces, sólo entonces, levantó el velo que la cubría. ¡Sacre Dieu! ... Era hermosísima, morena, de grandes ojos expresivos, y su cuerpo era mórbido y voluptuoso. Sonreía mientras mis ojos la contemplaban embelesados... Puso una de sus manos sobre la mía, acercándose de manera que su perfume sensual me envolviera, y exclamó:
-Monsieur es maravilloso.... me gusta monsieur. Su voz era suave. Me agité incómodo. No era sino un hombre, y ella, bien, ella era extraordinariamente atractiva...
-Cincuenta mil luises, -repitió, y luego como si fuese un pensamiento posterior- y nosotros podríamos hacer mucho! ...
-¿Quiere, Madame, ser más explícita? -musité.

Ella parecía reconcentrada, ahora; con un movimiento abrió su cartera y extrajo algo envuelto en seda. Apartando la cubierta, descubrió un pequeño instrumento de acero de forma oval. En voz muy baja la mujer me delineó el proyecto. Debía introducir ese pequeño aparato magnetizado dentro de la rueda de la ruleta. Tenía una especie de cubierta de goma a un costado, y podía llevarse oculto en la mano, y ponerse y quitarse con todo disimulo. Sólo tenía que ponerlo a ciertas horas, cuando la mujer y sus cómplices estuvieran frente a la mesa, y retirarlo cuando ellos lo hicieran... Por sólo aquello recibiría ¡50.000 luises! El magneto, por supuesto, haría que ciertas series de números aparecieran en cada golpe, y la banda se encargaría bien de aprovecharlos.

-Sólo durante seis días, "mon ami" -dijo la mujer- y ganaremos medio millón de francos, de los que Ud. recibirá cincuenta mil. Después nos iremos y Ud. estará a salvo.
Era un proyecto ingenioso, pero yo no había pasado por los altos cursos de la "Societé des Bains de Mer", sin aprender que tales iniciativas invariablemente fracasaban. Mi cerebro funcionó con rapidez. Tenía aquí una oportunidad para establecer frente al Casino, una reputación de croupier insobornable. Decidí jugar contra esa banda y hacerles atrapar. La mujer me observaba.

-Acepto, Madame -dije con lentitud.
Se levantó de un salto, y me besó cálidamente en los labios, a tiempo que me pasaba el pequeño aparato.
-¿No lo olvidará, querido? Esta noche... -y tras de sonreirme de nuevo se marchó.

Después de vestirme con precipitación me dirigí al Jefe de Seguridad del Casino, y en el aislamiento de su gabinete le relaté cuanto había ocurrido.

Permaneció un momento silencioso, pero después de recibir el magneto de mis manos dijo:
-Ha prestado Ud. un gran servicio al Casino, y ello no será olvidado. Puede dejar todo el asunto a mi cargo.

Esa noche cada uno de los componentes de la gavilla fue detenido en las puertas de entrada, y con el pretexto de que había algo dudoso en sus pasaportes, (todo aquel que entra al Casino de Monte Carlo debe enseñarlo y llenar un formulario), se les sometió a un interrogatorio. Casi en seguida una pareja de gendarmes los sacó del edificio, y ya que sus planes pudieron perjudicar al Casino, fueron escoltados hasta la Estación, y enviados a Francia, donde la policía de aquel país estaba notificada de su arribo. Esa misma noche el Director del Casino mandó a buscarme, y me hizo entrega de cinco mil francos en nombre del mismo "por servicios prestados".

Para retener sus empleos los croupiers tienen que ser, si no enemigos de la mujer, a lo menos muy poco sensibles a sus encantos, ya que durante la temporada se ven rodeados por las atenciones de los más bellos e inescrupulosos ejemplares de la tierra. En ciertas ocasiones se ve precisado uno a ser positivamente rudo para lograr su seguridad.

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