Algunos juegos coloniales

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Entre los juegos de naipes que más corrientemente se practicaron durante la época colonial en las mesas particulares y en pulperías, cafés y "casas de trucos", figuraban la baceta y el faraón; el paro, en el que se sacaba una carta para los "puntos" y otra para la "banca", ganando la mano la primera que lograse formar pareja con las que iban saliendo del mazo; el sacanete (o lansquenete), similar al paro; el cacho, en el que se formaban "flores"; la primera, que se jugaba con cuatro cartas por jugador y en la que ganaba la suerte del "flux", esto es, la posesión de cuatro cartas de un palo.

Se practicaban también las bazas, el comején y el hombre, en el que se elegía un palo de triunfo; la quinela, semejante a la primera por el lance del "flux"; la biscambra, con cinco cartas por jugador y una descubierta con el palo de triunfo; el burro, el revesino, la malilla, la pinta, la zanga, treinta y una (que también era un juego de billar), cascarela, pichingonga, quince, tururo, ciento, truquiflor (que es el antecedente colonial del truco) y una porción de juegos más, incluidos entre los citados en la famosa pragmática carolina de 1771.

Con el cubilete y los dados se practicaban, según referencias exhumadas por Grenón, el bisbis, que requería el complemento de un tablero dividido en casillas numeradas, en las que se colocaban las apuestas; el pasadiez, en el que perdía el jugador cuyos dados pasaban de los diez puntos; la veintiuna y otros juegos de azar naturalmente prohibidos por las autoridades.

Se apostaba también a la perinola, que era un pequeño trompo de cuatro caras marcadas con las letras S (saca), P (pone), D (deja) y T (todo), que indicaban la actitud que debían seguir los apostadores con respecto a lo "envitado"; a la mosqueta, con el concurso de las clásicas medias cáscaras de nuez; a la corregüela, que según el Diccionario de la Academia es un "juego de muchachos que se hace con una correa con las dos puntas cosidas. El que tiene la correa la presenta doblada con varios pliegues, y otro mete dentro de ellos un palito; si al soltar (o retirar) la correa resulta el palito dentro de ella, gana el que lo puso, y si cae fuera, gana el otro, etcétera.

Otros juegos que contaban con general asentimiento para los "envites", "traviesas" y "paradas", además de la taba, sobre la que volveremos más adelante, eran los de bochas y bolos, que se dividían en "juegos de destreza", como los bolos reales, en que había que derribar un número determinado de palos, y "juegos de azar", como el de pares o nones, en que el triunfo dependía exclusivamente de la suerte de los jugadores, según derribasen en cada mano un número par o impar de clavas. Tal como ocurría con las casas y mesas de juego toleradas (al margen de las militares, amparadas por la ley 5, título II del libro VII de la Recopilación de Indias), existía para estas canchas un riguroso sistema de contribuciones que recaudaba la Real Hacienda, sistema que pretendía desalentar en cierta medida su supervivencia y que se complementaba con las frecuentes visitas de los "corchetes" de la Intendencia de Policía, que las consideraban como verdaderos nidales de "vagos y malentretenidos".

Para muchos, sin embargo, los bolos eran una diversión "honesta" que podía practicar "todo género de gentes", y en tal sentido Grenón transcribe una rectificación judicial cordobesa de fines del siglo XVII, en la que se da cuenta de la variedad y calidad de los jugadores: "...siendo así que donde le hablé es en una cancha pública en la que a la sazón se hallaron muchos -donde se juega a las bolas y.donde entra todo género de gentes, clérigos de menores órdenes, sacerdotes y hombres nobles de esta ciudad y forasteros, negros, indios, mulatos y el dicho Escribano también. Y ser el dueño del suelo y casa un hombre principal y noble como lo es el capitán Juan Martínez de Baigorri y casado con una señora de lo bueno y principal que tiene esta Provincia".

Otros, por el contrario, achacaban a los bolos "la perdición de vidas y haciendas", como se deduce de la denuncia que formula un vecino de Morón sobre canchas en las que "de día y de noche no dejan de correr los bolos a la suerte de pares y nones, y en cada tiro saca el canchero medio real de la parada principal, de modo que a los pocos tiros ya se ha llevado todo el dinero de los jugadores y para que dure el juego no se deniega el amo de la casa a recibir las prendas empeñadas sin reserva de la camisa, calzoncillos y avíos de montar" (citado por J. Mariluz Urquijo en El Virreinato del Río de la Plata en la época del Marqués de Avilés).

"Honestas" o no, según la caracterización de los curiales de aquellos años, en Buenos Aires existían hacia fines del siglo XVIII varias canchas famosas, como las de Pedro Foguet, que había recibido "privilegio" del Virrey Melo; las de Sotoca, Francisco Leales, Domingo Alcayaga, Manita, El Lavado, etc.; y había, inclusive, quienes las poseían en sus casas y establecimientos de campo para recreo particular.

Entre los juegos de salón predilectosfiguraba el chaquete, que se practicaba en pareja, sobre un tablero dividido en dos partes. Cada parte se dividía a su vez en 12 compartimientos (llamados "flechas" por su forma),e color blanco y negro, alternativamente. Se empleaban 15 fichas blancas y 15 negras, y dos dados pararrojar los puntos.

AI comenzar el juego se amontonaban las fichas en la primera "flecha", a loue se llamaba "hacer monte" o "hacer fondo". Las fichas se movían según el número de puntos arrojadosor los dados, y debían pasar al extremo del campo contrario, ganando el que lograba pasarlas primero. El secreto del juego consistía en bloquear las fichas del contrario, a fin de impedir su avance. El chaquete provenía de las llamadas tablas reales, y en el Río de la Plata eran famosos y muy buscados los juegos fabricados en Montevideo, con fichas de asta o hueso.

Otro pasatiempo "honesto", con numerosos partidarios, era el dominó, un sencillo juego de origen presumiblemente oriental que habían puesto de moda los italianos en el siglo XVIII. Se jugaba, como en la actualidad, con 28 fichas rectangulares, fabricadas en hueso o marfil y punteadas desde el "doble cero" hasta el "doble seis". También se practicaba, entre adultos, el juego de la oca, descendiente de los "jardines de la oca" del medioevo alemán. Como en los juegos modernos se trataba de un tablero de cartón con una espiral de 63 casillas, con figuras pintadas, y para practicarlo se empleaban dos dados y unas pequeñas piezas de plomo que representaban a las "ocas" de cada jugador.

En el salon colonial figuraban, naturalmente, las damas, jugadas 'a la española' en tablero de 64 escaques, y el ajedrez, quo los peritos jugaban con gran despliegue de técnicas tradicionales y "filidorianas", aunque sin llegar, naturalmente, a pesar de la variedad de "aperturas" "defensas" "gambitos" y "finales" puestos en práctica entre narigada y narigada de rapé, al nivel de los jugadores del famoso Caté Régence, calificados por Diderot de "extraordinariamente sutiles".

El billar tenía también su feligresía devota, como verdadero juego de destreza que exige del jugador un conjunto de dotes especiales y una dedicación excluyente. Entre nosotros se jugaba al billar ya en el siglo XVI, con palos curvos; bolas de madera de boj o marfil y mesas de paño azul, pero la difusión del juego -reservado en sus comienzos al ámbito cortesano- estimuló la instalación de billares públicos, y hacia fines del siglo XVIII los aficionados bonaerenses practicaban cabaña, golpeado, carambolas, truco y treinta y una en las mesas de Pedro Botet, José Mes. tres, Domingo Alcayaga (con cancha de bolos anexa), Toribio Giles, Manuel Puche, Agustín Rocha, Pedro Marcó y Juan Zelaya, entra otras.

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